Microrrelatos
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Que el polvo no nos ahogue. Que la sangre no se pare. Que la mano no sienta las quemaduras tras tocar el hielo. Cuando sigan andando, cuando crucen borrachos de soledad y silencio, firmaremos al borde del sueño como notarios al final de la barra de un bar. Y ahí, en ese momento, cruzaremos también.
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Se asomó a un charco y el reflejo lo abofeteó con una precisión cínica y quirúrgica a la vez. En el agua vio al tipo que siempre había evitado y cuya sombra le había perseguido como un borrón jugando al escondite. Apretó los dientes y los puños, y con ellos las sienes. Trató de quitárselo de encima, pero no. El que estaba allí con los pies empapados ya no era él, era su propio padre.
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Espero. Rodeado del polvo lúgubre que abrasa, cínico, hambriento, con la sangre inflamada y grietas gritando quietas. Espero y aguanto. Pregunto envuelto en brumas de sarna y almizcle, como un sorbo de ratas ahogadas en crines, y vuelvo, y tiento, y padezco. Atraganto voces y me engullo. Y espero. Muero, y espero.
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Hicimos alto allí como podríamos haberlo hecho en cualquier otra parte, en otro punto del mapa al azar. Sumábamos años escasos, pero soñábamos con no volver, con seguir para siempre quemando gasolina y robando horas al día y la noche. Con la sal y el agua en los labios, dormíamos dulces canciones, rezumábamos chácharas sin parar, deteníamos la rotación del planeta. En un suelo abrasador, con las manos llenas del polvo de una roca más que caliza. Veo sedas al viento, redes de pescar, nailon azul con ribetes de carcajadas. Y ese allí que todavía permanece.