De ahora que el sueño huele a presente.
Cuando mira hacia otro lado y me atrevo a fijarme en sus ojos, me veo como en un espejo, en medio de un escenario, desnudo, viendo el polvo que espesa el aire. Todo sabe a miedo. Todo sabe a peligro. Parpadeo y todo es como tantas veces he imaginado, pero los detalles son tan diferentes que un escalofrío hace que se me erice el vello del brazo. Tantas noches jugando a esconderme, a mentir, a pecar, a recordarme que no había nada de malo, mientras me daba cuenta de que estaba metido en el barro hasta alas rodillas y de que me gustaba el sabor y el dolor.
Ahora que el sueño huele a presente, noto ese cierto sabor amargo en los labios. Estoy intentando evitarlos, controlar la lengua para que no descubra que es real, para que no perciba que, después de tantas noches anhelando este momento, todo sabe a ceniza. Hasta hace unos minutos lo había conseguido porque no había parado de hablar en un intento de distraer su atención y la mía, de disfrazar al gato para que parezca un león, pero acabo de oír el crujir de las cuerdas.
Oigo los segundos desprenderse y mi mente corre buscando algo que decir, como mi hermano aquel día de viento detrás de una bolsa vacía.
Mi hermano jamás se fijaría en alguien así. Bueno, eso es lo que me ha dicho y yo lo creo. Mi hermano es complicado, y no sólo porque le gusten los hombres además de las mujeres, pero no puedo decir que yo lo sea menos. Yo soy complicado de otra manera. Marta también es complicada, pero positivamente complicada. Marta es la chica que está sentada delante de mí, la del sueño, sí. Marta es ese amor platónico que todos hemos tenido y que hoy ya no es tan platónico. Marta es mi propio y único amor platónico.
Todos tranquilos, hace un rato que mi mente encontró algo que decir y he vuelto a ponerme a hablar. No tengo muy claro qué es lo que estoy diciendo, pero no importa mucho. A mí desde luego no me importa, pero por lo que puedo ver de vez en cuando al mirar al frente, a ella tampoco parece importarle mucho. Sonríe, así que debe de ser algo ligeramente divertido. Soy divertido, eso está claro, pero eso ella ya lo sabía, no es que me acabe de conocer. Yo también lo sabía, claro, soy bastante consciente de lo que soy y de lo que no desde hace años.
Hay gente que mira al pasar, pero yo no los conozco. La gente siempre mira. Yo miro continuamente, miro y juzgo, sin ningún problema. ¿Qué le puede importar al que esté aquí sentado como yo que alguien que pase lo juzgue y se vaya con su juicio a otra parte? Desde luego a mí no me importa, pero supongo que hay personas tan correctas que han de ofenderse con la simple insinuación de una mínima falta de corrección. Yo no soy de los que se ofenden, pero tampoco me gustan los impertinentes.
Sé que piensan que no tengo vergüenza, pero no es algo nuevo. Si supieran todo, ni siquiera se inclinarían por una consideración tan vana, simplemente sentirían asco. Tampoco el amargor de mis labios es nuevo, de ahí que ya me siento experto en su control. Ese sabor es un viejo amigo, como la culpa. Sí, la culpa, esa señora que me vende la fruta una vez por semana atada a un delantal rojo que le tapa las carnes. Esa señora obscena y lenguaraz que jamás se calla. Pero yo vuelvo cada vez. Yo me recreo en las naranjas, y las toco, y las huelo, y compruebo que no les falte ese sabor acre del que soy ducho.
A Marta la llevo soñando desde que nos conocimos en uno de esos viajes con amigos de otros amigos que a su vez traen amigos. El viaje tenía de exótico lo que pueda tener de exótico un tren borreguero a un pueblo de Albacete en medio de la mismísima nada. La casa no era más que un sitio en el que poder gritar y en el que pecar sin ser visto. El viaje, en cambio, terminó siendo un hito en mi vida y también en la de mi hermano. Su historia no viene al caso, como tampoco venía al caso la de su ridículo persiguiendo la bolsa, ni el comentario sobre su sexualidad, pero ahí están, como Marta. Allí la vi por primera vez. Jamás nos besamos, ni siquiera allí, pero lo he soñado tantas veces que en mi cabeza la mentira tiene más cuerpo que la verdad. Con los años hemos estado cerca muchas veces, física, como ahora, u oníricamente como en mis noches.
Marta ni siquiera llegó a terminar la carrera, al segundo año admitió que odiaba estudiar y a sus padres en partes iguales, y en cuanto recibió la transferencia de la primera beca que consiguió, cogió sus cosas y se fue a Sudamérica sin despedirse. Yo también odiaba estudiar y a mis padres, pero siempre he tenido una personalidad tan apática que terminé derecho antes de decidir qué otra cosa podría preferir.
Cuando volví a verla después de años, volví a sentir una densa presión que casi había olvidado tanto en la parte frontal del cráneo como en los pantalones. Esos años dentro del paréntesis fueron en gran medida los que crearon el mito marmóreo del sueño ante el que me sigo arrodillando. Volvía con una hija enferma y sin tener dónde caerse muerta, pero para mí seguía siendo la talla del amor verdadero hecha en madrera de abedul. Volvía desesperada buscando dinero, pero sus padres no quisieron ni contestar al teléfono. Estos últimos años hemos vuelto a coincidir en alguna de las inusuales reuniones de amigos, pero en todas interpreta el papel del vetusto jarrón chino que nadie sabe dónde colocar y yo me veo absurdo recuperando, a la edad adulta, ciertas vergonzosas torpezas de adolescente, por lo que apenas hemos hablado.
Ahora he dejado caer la mano sobre la mesa al dejar la cerveza y creo que ha rozado uno de mis dedos y no ha sido por descuido. Noto cierto calor en la nuca y las manos me laten como queriendo explotar al no saber qué hacer con las olas de sangre que bombea mi corazón a pleno galope. No sé si me tiemblan, pero escondo la izquierda bajo la mesa y aprieto la base de la cerveza con la derecha fingiendo un juego descuidado, un juego que luego repetiré. Ya no solo los labios están amargos, la garganta me arde y parece querer cerrarse. Es casi imperceptible, pero oigo un cambio de tono en mi voz al quedarme sin aire, la noto más aguda, zumbándome en los oídos y enredada al compás del galope sanguíneo.
Siento que ya no tiene marcha atrás, pero es evidente que era un camino recto desde que me llamó y acepté el café, desde que me contó su historia mientras yo danzaba saltando entre una espuma de nubes que parecían flotar por mi salón. La historia la escuché, por supuesto, de ahí que aceptase el café, pero como ahora, mi mente estaba entonces en otra cosa, revoloteando perdida en ese laberinto obsceno de sueños adolescentes pintados y repintados como esas puertas de pueblo que han perdido la forma bajo tanto barniz.
Sé lo que va a pasar mañana, sé que le voy a echar la culpa a ella, al fin y al cabo, ya he dicho que soy abogado. En este mismo instante, si alguien nos viese, solo con la mirada ya pondría todas mis entrañas a funcionar para que quedase claro que la culpa era suya. Pero eso será solo si alguien nos ve, eso será solo mañana.
Dentro de unos minutos me acabaré la cerveza y ella me sonreirá a los ojos. Se retirará el pelo detrás de la oreja y mi estómago se retorcerá pensando en el sabor de su nuca y de su espalda. Que me rozase la mano no fue casualidad, porque en unos minutos directamente me cogerá los dedos entre los suyos mientras toma la iniciativa de la conversación y se pone a hablar de alguna extraña tradición sudamericana que aprendió en una furgoneta. Un poco después subiremos las escaleras y cerraremos la puerta, arrancaré la sábana de la cama y nos tiraremos sobre el suelo. El sol recorrerá por completo el suelo de la habitación, escaneando nuestros cuerpos, y después se apagará. Nos tapará la noche y parte de la madrugada. Mi sueño se volverá de cera, ficticio, blando, y de camino a casa me preguntaré qué otras veces he creído estar enamorado. Cuando llegue y me duche con el agua casi hiriente, veré dibujarse el miedo y la angustia en las gotas de la mampara, y esas mismas gotas dibujarán palabras y me arañarán las palmas de las manos. El amargo de los labios ya se habrá extendido por toda la boca y se derretirá a su vez con el agua, resbalando por la barbilla, saltando al pecho y bajando insolente y abrasador. En mi mente retumbará solo el asco, un asco mórbido, fofo, pastoso; un asco usado que no debería haber sido despertado, pero que será real. Un asco que no vendrá de haber tenido que frotar la alfombra con los calzoncillos antes de ponérmelos, ni de haber olido la grasa al despejar la mesa de un manotazo, sino del sonido que harán mis dedos antes de salir, al dejar sobre esa misma mesa, el dinero que me pidió.

