Relatos

De no volver.

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     Volver atrás siempre fue una opción. Si te lo hubieras encontrado una tarde al volver a casa, te habría dicho que no, pero desembarazarse del estoico sentimiento del deber que se le pegaba al cuerpo con una viscosidad desagradable, siempre había resonado en esa parte trasera de la mente donde guardamos las cosas inútiles cuando no sabemos qué hacer con ellas. Sin embargo, una tarde cualquiera, sintió de repente un lento escalofrío eléctrico recorriéndole la espalda y supo, sin más, que no iba a volver al trabajo.

    Cada vez más ligero, como un globo que va soltando lastre cuando va descubriendo la apabullante belleza de las vistas desde lo alto, llegó a casa y percibió que las voces de sus padres resonaban en alguna parte de la mitad derecha de su cerebro, alteradas, desfiguradas; tremendamente excitada la de su padre; críticamente enojada la de su madre. También creyó oír las de sus amigos, más cerca de la parte izquierda del cráneo, pero no excesivamente escoradas, como por el centro. Era una algarabía más lúdica y juiciosa, pero dejaron de resultar molestas cuando se puso a recoger algunas cosas que no eran suyas para meterlas en una bolsa cualquiera. Acabó metiendo también cosas que técnicamente eran suyas, pero solo quería acabar de llenar la bolsa para que pareciese contundente cuando la llevase a casa de aquella pareja de turno que ni siquiera recordaría claramente nunca más.

     De vuelta de la más firme y aséptica ruptura que nadie pudiera haber imaginado, empezó a sentir como un ligero hormigueo en los dedos, algo así como esa sensación pacífica y dócil de la carne cuando vuelve a la vida tras haber estado expuesta al frío durante mucho tiempo. Los movió como el que teclea en el aire, como un pianista ejecutando inconsciente donde no hay piano.  Sus pies en la acera, resueltos, casi rotundos. Su respiración en las nubes, procesando el nuevo aire cargado de unas empalagosas ansias de meterse en cualquiera de sus rincones y hacerle toser para expulsar lo antiguo, lo cerrado, lo arenoso de la mañana anterior.

     El runrún del interior de su cerebro seguía en una discreta pero molesta frecuencia, pero con un casi imperceptible parpadeo y una leve inclinación de su mirada hacia el rincón con más luz de la calle, una fulminante resolución aplastó toda la chatarra de su almibarada mente y levantó una polvareda tan apretada que las voces callaron instantáneamente. Sus padres no dijeron una palabra más en aquella otra realidad macilenta. Sus amigos callaban expectantes, como lánguidos retratos de cera sin capacidad para comunicarse. Nadie volvería a hablar, porque nadie iba a saber que nada había cambiado.

     Si te lo hubieras encontrado en aquel momento, no te lo habría dicho tampoco, pero acababa de decidir que su vida iba a cambiar completamente, pero que solo él lo iba a saber. Para todos los demás, su vida iba a seguir siendo tan abrumadoramente aburrida, o tan aburridamente abrumadora, como lo había sido hasta ahora. En un primer instante se le antojó una idea complicada de ejecutar, pero cuando se fue adentrando, empezó a verla bastante viable. En el trabajo, su mesa vacía apenas llamó la atención de los más cercanos. Sus padres ni siquiera tenían muy claro si iba a trabajar cada día o el trabajo venía a él, así que tampoco percibieron ninguna anomalía. Sobre sus amigos, ingenuamente, tuvo más dudas. Inicialmente se inclinó a pensar que la mayoría mostraba un interés sincero cuando le preguntaban por su vida, al fin y al cabo, eran sus amigos de siempre, pero pronto comprobó que ninguno de ellos realmente encontró nada extraño en su comportamiento o en su cada vez más breve presencia.

     El escalofrío por la espalda de aquella tarde se repitió al menos en otras dos ocasiones. La primera fue al vaciar completamente su cuenta de ahorro y pagar con todo el dinero de su cuenta corriente un terreno enorme pero lejano e inútil en el medio de, probablemente, la nada. La segunda, fue la primera ver que se encontró con alguien al que reconoció sin haber visto antes, alguien que vibraba en sus mismos colores. Una ligera intersección de sus miradas hizo saltar una chispa incandescente que se quedó en el suelo a su paso, apagándose poco a poco, pasando por todos los estados desde el blanco luz, al rojo fuego y, finalmente, al negro carbón. En el futuro sería un ligero magnetismo opaco, como sucio de polvo, que le hacía levantar la mirada en el metro y ver a alguien reflejado en el cristal que parecía venir de donde él iba.

     Su padre murió unos cuantos años más tarde, pasando a ser un hombre imperceptible con una muerte que pasó desapercibida. Nadie sintió excesivamente su pérdida, nada más profundo que un ligero vacío momentáneo como cubierto con un film ligero y de un solo uso de los que conservan los alimentos. Su madre no se preocupó demasiado ni se interesó en absoluto por ninguno de sus dos hijos a los que asumía perfectamente colocados para siempre en importantísimas empresas. Él ni siquiera tuvo que opinar, confirmar, o desmentir. Muchos años más tarde, ella también murió. En ese momento la gente ya ni siquiera se interesó por su vida. Cuando eres joven todo el mundo quiere saber si efectivamente estás progresando con el éxito asumido y asumible, pero a un cierto punto, asumen ellos mismos, como había hecho su propia madre, que has dado el máximo y ya solo te preguntan si todo sigue igual.

     Cuando los lazos familiares con sus padres se desataron, su hermano pasó a ser un desconocido más. Antes era un desconocido con el que compartía unos padres, pero ahora ya no compartían absolutamente nada. En cuanto pudo, vendió la parte que le correspondía de una notablemente abultada herencia y donó el dinero. Tardó menos en venderlo todo que en decidirse por una ONG a la que enviar el dinero, pero finalmente optó por la ayuda a refugiados. La idea del dinero de su padre, un individuo con unas opiniones sutilmente intransigentes, acabando en manos de esos mismos a los que tímidamente despreciaba, le hacía sonreír.

     Nunca se había llegado a querer plantear la idea de si lo que hacía era mentir. Tampoco le importaba hacerlo, pero prefería permanecer en su propia indefinición por temor a caer en una autocomplacencia confusa y minuciosa que le obligase a hacerlo con más frecuencia. Una vez desconectado de una familia a la que rendir cuentas, ya no tubo la necesidad de fingir. Con sus amigos ni siquiera tuvo que molestarse en romper lazos, porque ellos mismos los habían desatado en cuanto comenzaron a enmarañarse con los suyos propios. Bodas, bautizos y divorcios son las únicas noticias importantes para jóvenes adultos de cierta edad, y cuando alguien no encaja en sus vidas, pasan a ser aquellos amigos a los que se encuentran alguna vez en ciertos lugares que ellos consideran normales, como el supermercado. En este caso, él ni siquiera tuvo que preocuparse por volver a verlos en estos ciertos lugares normales, porque jamás compartiría el concepto de normalidad con ellos. El tiempo acabó borrando incluso sus nombres, sobre todo de aquellos cuyas caras no pegaban con el nombre ya desde el principio.

     La última vez que sintió el escalofrío eléctrico por la espalda, iba de camino a casa. Estaba anocheciendo en una de aquellas tardes turbias de verano y, al escorar la mirada a un lado, se vio reflejado en un escaparate. Una polvareda transparente, completamente invisible, le traspasó las pupilas como un enjambre de insectos, y por un instante creyó ver a su padre. Por supuesto, no era su padre, ni un espectro, ni una representación mental producto de haber perdido la cordura, simplemente era su propio reflejo que con el tiempo había acabado pareciéndose casi excesivamente al reflejo del que fue su padre.

     Por un instante imaginó aquella vida que llevaba años sin vivir, y vio a un hombre distinto al que solía ver. Con un nudo áspero en la garganta, como de pan reseco, sintió pena por primera vez por el hombre irrelevante que fue su padre, rasgado por la vida como un papel sucio de aceite, y por aquella vida a la que él mismo había estado destinado en algún momento. Sintió pena también por su madre, por haber admirado a su padre, aunque solo hubiese sido un momento. Una tímida sonrisa, como de algodón, movió casi imperceptiblemente el extremo izquierdo de sus labios, y de frente al escaparate vio como aquel reflejo se despegaba de su propia piel para ponerse frente a él.  Como movido por un viento inexistente, la pálida figura comenzó a girar sobre sí misma, levantando los brazos como aquellos danzarines que echan la cabeza atrás y practican sus pasos de vals con la nada. Su padre giraba y giraba danzando sobre una nube como Fred Astaire, flotando como un ligero papel movido acompasadamente por el viento. Al girar, sin mirar, percibió, sin querer, como los extinguidos ojos del bailarín se cruzaban con los suyos y reconoció, por un instante, a alguien más.

     El escalofrío se repitió, esta vez a baja intensidad porque parte de la electricidad se desvió a su sonrisa, ahora ya completa, cuando se dio cuenta de que aquel del reflejo no era él, pero de que, en algún lugar de alguna ciudad, debía existir alguien con aquel mismo ridículo reflejo que se habría convertido en una versión diluida de su padre. Siguió caminando y dejó a aquel hombre que nunca fue, danzando en el escaparate. Aliviado, por primera vez en muchos años se tranquilizó al recordar que, técnicamente, en algún lugar, seguía teniendo un hermano que siempre se parecería a su padre más que él.


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