Relatos

De un caballo de acero y humo.

Compartir en

       Aquella primera vez, respirabas la ciudad como quien golpea pedazos de hierro para doblegarlo y no sucumbir bajo sus fauces. Pasabas la mano por tu garganta como si el gesto te ayudase a tragar el sabor ingrato de un lugar tan robusto que costaba acariciarlo. Con el reverso de la mano despellejado y la sangre luchando por brotar de unas heridas todavía no infligidas, la noche te envolvía en un vapor ligero como el de un caballo que acaba de frenar su galope. Aquella acogida al bajar del tren fue fría, pero el calor de la noche era insoportable. Creías que la piel te ardía como intoxicada por un veneno hiriente y angustioso que se agarraba a tu cuello con dedos duros, apretándote la carne, impidiéndote respirar un aire irrespirable.

       Llegar hasta allí había sido un sueño difícil de asumir, pero el sueño parecía haber acabado y tu, aquella noche, despertaste en una acera sepultada en taxis y en miedo. La duda enredó tus pasos a un lado y a otro. Imposible venir; difícil marcharse. La adrenalina de lo desconocido se iba por las alcantarillas como diluida en un flemático humo viscoso, como con vida propia. El cansancio, en cambio, se iba posando sobre tus hombros como una pesada capa de polvo de plomo que iba arqueando tu espalda, como el que de repente se da cuenta de que no puede seguir llevando una carga que creía parte de su ser.

       Desde el taxi, tardé mucho tiempo en dejar de mirarte, y cuando lo hice, ya no puede dejar de verte. La imagen del caballo volvía una y otra vez a mi mente, resonando como herraduras martilleando los adoquines. Intranquilo, como queriendo deshacerte de tu propia piel que se te ha quedado pequeña, que te aprieta, que te escuece en un bochorno insufrible. Los músculos de tu cuello tenían esa extrema tensión que asusta, moviéndose bajo la piel como turbias anguilas luchando por volver al agua. Mi mano estuvo tratando de abrir la puerta durante lo que podrían haber sido horas, pero mis ojos no querían dejar de mirar. Cuando por fin me acerqué, el espanto de tus ojos me hizo dudar por un momento y chapotear tratando de coger aire como un pez que ha saltado a la orilla porque el agua hierve a su alrededor.  

       La angustia inconsciente de una soga que te seguía apretando la garganta se podía escuchar en tu voz, empastada por la duda, con el intenso temor de pensar qué pasaría si de repente soltases los bultos y salieses corriendo a perderte entre la gente. Tu inconsciente no parecía querer fiarse del mío, que a la vez se echaba atrás desconfiado, girando sobre sí mismo. La cordialidad fingida de dos desconocidos no podía ocultar las ansias de escapar de tus ojos y la fría determinación de los míos cuando se dieron cuenta de que creías, igual que yo, estar cometiendo un error. Sin embargo, decidiste soltar lastre y llamar a la caballería. Allí, todavía plantado en aquella noche asfixiante, dejaste de parecer un caballo inquieto y encarecidamente incómodo para pasar a ser una tormenta al galope. No cediste ante mi impasividad, y antes de decidir acompañarme al taxi, ya habíamos establecido lo que sería nuestra dinámica durante los años siguientes.

       El rugir de las calles pareció tranquilizarte. Aquella vuelta de vidrio y metal alrededor de una piedra áspera como tu voz, pareció darte la confianza necesaria para comenzar a masticar la oscura incertidumbre del error asumido. Egoístamente, me tranquilizó ver que, aunque insalvable ya en ese punto, habías asumido el traspiés y pretendías seguir adelante apostándolo todo, y decidí con una seguridad sorprendente incluso ahora, que trataría de evitar que nadie más se diera cuenta de aquel todavía no probado desacierto que ambos habíamos detectado. Un pacto de silencio escrito sobre una piel tan brillante que deslumbraba.

       Desde lo alto, aquellos caballos de rancio desgaste serían testigos de innumerables idas y venidas en aquellos años que decidiste convertir en un embarrado cielo en el infierno para mi y para ellos. Vagones de acero te llevarían de sueño en sueño, despertando de cada uno de ellos con aquel insoportable dolor de cabeza del que no recuerda en qué circunstancias se quedó dormido. El mármol de tus pasos, resbaladizo como lenguas de quebrada porcelana que apenas aguantaban tu peso, se convirtió en únicamente tuyo. Verte ir y venir sorteando absurdas simplezas se convirtió en mi mejor pasatiempo, esperando como quien solo espera, en aquel taxi que podría ser el mismo o quizás cualquier otro. Durante todo aquel tiempo te vi como una misma postal que enviaba una y otra vez, como el primer día, con las mismas deshabitadas promesas y la misma incapacidad de parpadear al verte entre el caos.

       Volviste cientos de veces, pero muchas de ellas ni siquiera estabas allí. Tu cuerpo iba y venía, pero tu estabas muchas veces en otra realidad al trote solo perceptible por lo irregular de tu respiración, por lo alterado de tu mirada, por aquellos músculos de tu cuello que latían turbados bajo una piel tan estricta como la de la primera vez. Un día, simplemente, te fuiste, como un cronómetro oscilante que vuelve al mismo exacto lugar tras un largo periplo por un espacio desconocido. Una noche no tan asfixiante como la primera, pero mucho más larga, volví a ver desde el taxi cómo los caballos de tus ojos comenzaban a relinchar de nuevo desaforados, frenéticos ante la certeza de que habías conseguido ocultar al resto del mundo lo que todavía seguías pensando, lo que yo también seguía pensando, que todo aquello había sido un error. Por una milésima de segundo, por un instante al menos, tan imperceptible que todavía me pregunto si fue real, tus ojos se pararon en mí y parecieron implicar una velada complicidad que agradecía mi esfuerzo por haber ocultado aquel secreto contigo.

       Más impasible todavía que la primera vez, porque también había aprendido, te vi alejarte sin apenas cambiar el ritmo de mi respiración. Te perdiste rozando la incómoda piedra con un ligero e innecesario paso, borrando aquella inquietud que se revolvía bajo tu piel, ocultando aquellos músculos delatores de tu cuello y tus manos.

       Todavía hoy es difícil dejar de verte, dejar de mirarte, aunque ni siquiera estés, igual que sigue siendo incómodo respirar el aire de esta ciudad. Es difícil imaginar otro lugar que galope al mismo ritmo que tu, solo esta mole de piedra e hilo es lo suficientemente lúcida como para ocultar que jamás debió flirtear contigo. Sin embargo, ella tampoco reconocerá nunca que fue un fallo, un error, un disparate incluso. Al fin y al cabo, Milán siempre será Milán, el más bello caballo de acero que nadie haya podido esquivar.

 


Compartir en

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies