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De un caballo de acero y humo.
Aquella primera vez, respirabas la ciudad como quien golpea pedazos de hierro para doblegarlo y no sucumbir bajo sus fauces. Pasabas la mano por tu garganta como si el gesto te ayudase a tragar el sabor ingrato de un lugar tan robusto que costaba acariciarlo.
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De no volver.
Volver atrás siempre fue una opción. Si te lo hubieras encontrado una tarde al volver a casa, te habría dicho que no, pero desembarazarse del estoico sentimiento del deber que se le pegaba al cuerpo con una viscosidad desagradable, siempre había resonado en esa parte trasera de la mente donde guardamos las cosas inútiles cuando no sabemos que hacer con ellas.