Relatos

De lo que te dijeron y de lo que no.

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Te dijeron que ambicionases los carismas mejores, pero ya era tarde. Mientras la duda atravesaba un tul barato comprado deprisa, estabas muda, y uno de tus dedos rozaba, temblando, el puño de la manga contraria. Te convenció una pregunta: ¿mejores que cuáles? Pero eso no te lo dijeron.

A ti te dijeron que existía un camino excepcional y creíste verlo. No hay duda de que lo viste, pero ya allí estabas incómodo. Tenías las piernas cansadas y pasabas el peso de un pie al otro sin que se moviesen las arrugas del pantalón, ni se curvase, apenas, las raya planchada a conciencia por alguien que ansiaba deshacerse de ti. Allí, aún sin darte cuenta, te apoyaste más veces en el pie izquierdo que en el derecho.

La duda se convirtió en certeza cuando el metal que resuena te confirmó que nada tenías. Aturdida por el bronce de las campanas cuyo sonido pesaba cada vez más, se te iba posando cada vuelta sobre la anterior como los ladrillos de un muro que no tenía más cimiento que tus tripas vueltas del revés. Verdes como el sudor del óxido, se empañaron tus ojos entre besos de alegría ignorante, mientras te convencías de que no había ya nada más que hacer. Cuando bajaste el escalón ya eras tú y no aquella que nadie recuerda.

Tú, aliviado y sin entender de qué se te había hablado, cruzaste la tiniebla con olor a polvo y saliste convencido de que todo lo tenías y, si no, lo tendrías. Tu ambición por todo te llevó a pensar que también eso era nada. Aún más triste es que lo sigas pensando.

Te dijeron que fueses paciente mientras él cortaba leños de roble en casas ajenas cuando los teléfonos eran raros y las noticias escasas. Te dijeron que fueses afable mientras gente para ti desconocida, rozaba el brocado barato de los sofás, con trajes caros y medias camisas. Te dijeron que fueses educada y no te irritases cada vez que, sentada sobre tu ingenio, pasases la tarde esperando a que terminase de caer la ceniza en las horas de periódicos y esquelas que tu leerías mañana. De nadie fue la culpa, todo lo creíste y enterraste la duda bajo capas de cal viva esperando que no volviese, pero los huesos no mueren.

Convencido estás de que a ti nada más te dijeron. El resto no era para ti; no podía ser para ti. No todo era para uno cuando erais dos. Tu ya tenías tu parte, el resto, sin duda era para ella.

Y tu, si en algún momento creíste que erais dos los que escuchabais, dejaste de hacerlo una tarde en el coche cuando, dormida entre el humo de un viaje demasiado largo para ser cómodo, miraste a los ojos al demonio. Fue la primera vez que viste a un vecino conocido que jamás se vistió de ira, pero sí de desprecio. Desprecio como el que consintieron tus padres cuando quisiste aprender más allá de la forma de la pastilla de jabón. Desprecio como el que te atravesaba envuelto en mal aliento cada vez que estabas demasiado cerca. Desprecio como el que tú misma sentiste por existir, cuando todavía no te habías enterrado hasta la cabeza. Te dijeron que disculpases, que creyeses, que esperases y que aguantases sin límites, y eso hiciste. Como un asesino con orden de matar, no te tembló el pulso cuando te apuñalaste, aunque en el fondo siempre supiste, antes incluso del eco sordo empapado en madera y pan de oro, que el amor sí que pasa, y si existe el que no, aquí nunca llegó, aunque aún lo parezca.


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