De un impacto.

Cuando crees que el mundo se acaba, respirar se convierte en algo circunstancial. El golpe de los cascotes de algo que no era nada y que se derrumba sin apenas hacer ruido, se clava en la piel como afiladísimas plumas de cuervo. Es un cuervo que entendió hace tiempo que era el final, que el vacío se acababa, que era cuestión de tiempo acabar sepultado por el fin y se limitó a esperar, a esperar y observar cómo un individuo se ahoga en la propia sorpresa de saber que su tiempo deja de ser tiempo.
Cuando crees que el mundo se acaba, hay dos opciones, contener el aliento y lanzarte con todo a la bruma mientras lo olvidado se desmorona o seguir respirando en una agonizante cuenta atrás que te haga olvidar el miedo a no saber. Él hubiera escogido instintivamente la segunda, pero por una de aquellas cosas de la mente, en el último momento optó por no respirar.
Sin embargo, a veces crees que el mundo se acaba y en realidad no es así. Volver a la orilla cuando ya estás mar adentro resulta aún más difícil que seguir tragando sal. El agua se espesa y se pega a la piel como cera caliente que te hiela la sangre al deslizarse por lo que antes era tu cuerpo, por ese cuerpo que hace unos minutos decidiste dejar atrás, decidiste que no valía la pena, que podías pasar sin él porque el mundo ya no iba a seguir girando. En ese justo instante, en la milésima de segundo en que su cerebro dio la orden de volver a respirar y de tomar el control de un cuerpo dolido, algo profundo y primitivo que se despierta solo con el embarrado instinto animal de lo más profundo de nuestras almas decidió tomar el mando y abortar la orden. Decidió, sin ni siquiera decidirlo, que podía seguir sin respirar al menos un poco más.
La falta de oxígeno, o quizás la libertad que da al ser humano librarse, aunque sea unos instantes, de la opresión de su propio cerebro, empezó a transformar el espacio a su alrededor en un bosque enramado y peligroso, tan atractivo que nada parecía ser inofensivo. Los negros cascotes que hasta hacía poco sembraban un amplio círculo a su alrededor, no eran ahora más que setas venenosas a las que uno se siente atraído sin remedio. Sintió el brillo dorado de saber que te ahogas sin apenas importarte, sin apenas saber que en realidad te estás ahogando para siempre, y vio la luz entre las hojas de esos árboles que se burlan de tu debilidad desastrosa y ridícula, que te amenazan con una inmensidad de descarados engaños que solo quieren dormirte mientras te atrapan. Fue ahí donde consiguió, por un momento, olvidase de seguir nadando, de correr como quien jamás supo hacer otra cosa, para atravesar el polvo y las nubes de insectos que lo golpeaban como metralla de lodo y mugre.
Convencido ya de que el mundo no se acababa y casi seguro de poder seguir sin respirar unos minutos más, siguió sin más intención que atravesar todas aquellas trampas del oxígeno y la miseria para saber, sin prácticamente ningún interés, qué es lo que había más allá. Llegados a rincones como este, pocas opciones cruzan la mente de un ser desesperado que no sean seguir por el simple hecho de ser fiel a la decisión que el porvenir parece haber tomado por nosotros. Más ridículo aún que el hecho de haber creído que el mundo, que lleva milenios girando, iba a detenerse justo en el microscópico periodo de tiempo que incluía su existencia, era el hecho de que careciese de la humildad necesaria para aceptar que se había equivocado, que había juzgado erróneamente los numerosos signos decadentes y ominosos que lo habían hecho casi perecer, y reconocer que debía parar, que evitar el ridículo lo degradaba aún más.
Sin embargo, parar ya no era una opción. El humo de su existencia consumiéndose como los últimos alientos de una vela a la que nadie presta atención hasta que la luz desaparece, hacía que le picasen los ojos mientras sus manos no paraban de aletear, creyendo que volaba, que ya no tocaba el suelo, que el agua se había disuelto y ya solo era el sudor lo que le impregnaba la sangre mientras daba unas brazadas largas que no llegaban a ninguna parte, que no encontraban resistencia.
Cuando creyó salir del agua, llevaba tanto tiempo sin respirar que su cuerpo ya ni siquiera intentó tomar la bocanada de aire de los que se ahogan. Si se hubiera parado a pensar, probablemente hubiese llegado a la conclusión de que había dejado completamente de existir, de que se había extinguido como un incendio al que sorprende la lluvia, al que un todo más grande acaba asfixiando y reduciendo a nada, pero no se paró a hacerlo. Lo único que hizo al dejar de correr entre las lúgubres líneas de un mundo que no se había acabado fue convencerse de que veía colores, de que la vida era mejor, de que él era mejor. Unos segundos le habían bastado para ahogarse y resucitar, para dejar todo atrás, para creer que todo era nuevo, que él era nuevo, que los escombros no existían y que la gravedad no acababa derribando cualquier construcción. Unos segundos, quizás apenas unos minutos, ni siquiera sabía cuánto, ni siquiera era capaz de calcular cuánto tiempo llevaban sus pulmones sin aire, sin existencia.
Cuando volvió a tomar consciencia de lo que percibía a su alrededor, la evidencia de verse de nuevo en la playa desde la que partió le hizo sentirse decepcionado, frustrado, casi enfadado, hasta el punto de que estuvo a un hilo de aire de soltar sus pulmones y volver a respirar. En aquella arena pastosa y masticada, no vio a Penélope esperándolo, y aquella aventura de segundos, apenas minutos, se le antojó una extrema estupidez, una mala interpretación de una realidad que no existía.
Cuando las sirenas se callaron y entendió que seguir sin dejar entrar aire a sus pulmones ya no lo iba a llevar más lejos, decidió volver a hacerlo. Pero a veces uno espera a tomar la decisión acertada a cuando ya es demasiado tarde, a cuando ya no hay nada que hacer ni marcha atrás. Cuando intentó volver a lo más básico, a aquella bocanada de aire al salir del vientre de su madre, no sucedió nada. Aunque lo intentó una y otra vez, el aire no quería entrar en él ni quería recorrerlo por dentro, ni quedarse. El aire lo rechazaba y él rechazaba el aire.
Se le ocurrió pensar entonces que quizás estaba muerto, que quizás aquello era dejar de existir, perecer. No estaba muerto, ni había dejado de existir. Únicamente, nunca había estado vivo.

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